domingo, 27 de septiembre de 2009

VIEJO AROMO




L
a estación de ferrocarriles era el centro social del pueblo. En aquellos tiempos que no había televisión, ir a la estación, sin ningún afán viajero  -ni a despedir ni a recibir a nadie- era una entretención. Reunirse con los demás vecinos de las cercanías, intercambiar noticias, recetas de cocina,  chismes, y tener algo que comentar en las largas y oscuras noches del campo. Los niños apreciaban este paseo,  los rostros desconocidos de los viajeros del tren, el viejo aromo, la revista “El Peneca” que a veces podían comprar a los vendedores del tren, pero lo principal: todos soñaban con manejar algún día esa enorme mole humeante, toda negra con letras, tuberías y ruedas doradas y rojas, y entrar en la estación del pueblo anunciándose al son de la campana.
            De pie, con la vieja maleta de cartón puesta en el piso empedrado con huevillo. ¡Que trabajo de selección y acomodación de las piedras!  -pensó-, mientras  esperaba, sin importarle el sol, que a las tres de la tarde calentaba sin contemplaciones las piedras del suelo y todo lo que se hallara sobre el. Su rostro no daba cabida a ninguna arruga más, sin denotar la agitación que lo atravesaba por la mitad del pecho. Él no era de los que venía de paseo a la estación del ferrocarril, su vida estaba cercada por el alambre de púas de un potrero de labranza de uno de los fundos del sector. Allí había nacido y allí regresó a morir  -como los viejos animales de algunas especies- los pobres regresan al sitio de su nacimiento a dejar sus huesos, que  sigan  sustentando la tierra que luego devorará a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Pensar en volver a ver a su pequeño, aquel que solía ponerse flores de aromo en los ojos, después de tantos años, le apresuraba la vieja locomotora que zumbaba en su pecho.
            Nunca quiso asumir las miserias, las injusticias o simplemente la maldad, que los había separado. Pensar en eso no ayudaría ni a su dolor, ni al terror engendrado en el niño. Y no pensó. Decenas de años soslayando la preocupación para no acrecentar su padecimiento. Ahora sí, ahora que le habían dado la noticia de donde encontrarlo en la capital; esperaba el tren para ir al encuentro, quizás el abrazo final en su vida.
            La locomotora de vapor, toda negra de pintura y hollín, surgía retocada de un cuento de horror, tosiendo y escupiendo chispas del fogón -mítico dragón-,  que calentaba las calderas, vomitando chorros de vapor blanquecinos entre jadeos y carrasperas de vieja fiera acosada. Rechinando y con estrépito de fierros viejos se detuvo a pocos metros de la caseta, que todos llamaban “La Estación”, sombreada por un aromo, que en los comienzos del verano todos agradecían que estuviera allí. Recordó que de niño sacaba las pequeñas pelotitas amarillas, tejidas como de finísima lana, y se las colocaba en las pestañas;  entrecerrando los ojos, todo  se veía amarillo. Había pasado por la Estación del aromo en todas las estaciones del año: en invierno, cuando la lluvia se empecinaba en desprender hasta la última de las hojas y el aromo se defendía abrazándose el cuerpo desnudo con sus gruesas ramas y en verano, como hoy, amarillo de flores, adivinando el aroma de su infancia.
            De muchacho, lejos del pueblo, -cuando su padre había ido a trabajar en las minas de carbón- siguió recordando ese viejo aromo.  Ahí entró en contacto con el material que mas tarde estaría todo el tiempo usando -como fogonero- en esas viejas locomotoras. Hoy, como maquinista, -casi para jubilarse-, recordaba, sin regocijo, el viejo sueño de niño. La máquina tampoco estaba animada, resoplaba como triste, ya habían anunciado que la retirarían del servicio para reemplazarla por una locomotora diesel. El progreso los iba desplazando, pero sus vidas transcurrían fuera del tiempo, como siempre había sido.
            Como todos los días aplicó los frenos de la locomotora en el sitio señalado, eso haría que el tren se detuviera con los carros centrales, los de pasajeros de primera clase, frente a la estación, delante quedarían el carro del carbón, el de la carga y el de correos. Atrás los vagones de tercera clase, (nunca supo porque no existía segunda clase).
            Volvía a pensar en el aromo florido de la estación, la de su niñez, pero una visión fugaz, un destello de conciencia, casi como un celaje, lo hizo tirar hasta el final la palanca del freno; detuvo la locomotora a pocos metros de la Casilla Estación, no donde se suponía que debía hacerlo,  entre una vaharada de vapor, quejidos de fierros, y nubes de humo negro elevándose rectas al cielo, un  hombre con una maleta de cartón parado al sol. Debió suponer que algún día  regresaría al pueblo donde nació.
            El viejo supo como encontrar a su hijo, pero ahora que esperaba  abordar el tren, como pasajero, el que todas las tardes veía pasar desde los potreros, donde labraba las tierras para el maíz en verano o las papas en el invierno, alguien debió decirle que el maquinista era su hijo. Había regresado de cualquier parte, como peón, al fundo donde hay una estación con un viejo aromo.







Francisco Hernández

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