ientras me duchaba lo descubrí. Algo me molestaba cada vez y no podía saber qué, pero esa mañana, di con lo extraño: Todos los días un jabón nuevo estaba en la repisa de la ducha. Habían pasado por ahí todas las formas y marcas, y también, los colores: rojos, amarillos, verdes; todos los azules, azulillos, azulencos, azulejos, azulados, azulitos, azulosos, azuletes, azulazos, azulísimos, azulinos, azul marino, azul cielo, azul de la bandera, y muchos mas que no recuerdo. Una mañana, aparecieron en las repisas de mi baño champúes, lociones para después de afeitarse y dos mil ochocientos treinta y nueve jabones. De nuevo esa sensación de algo raro, que me hormigueaba en el cerebro. Desperté pocos días después con los ruidos de gente trabajando. Pregunté: “¿Qué hacen?” “Vamos a instalar unas repisas” fue la respuesta. Algo raro, pensé. Amanecí ese día, con la tristeza goteando en mi mañana, la hiel fría de todos los perros muertos durante toda la noche en todo el mundo, y no quise tratar de descubrir que estaba pasando. Treinta y ocho días después, cuando mi vesícula fue capaz de transformar la hiel de mi tristeza y la de todos los perros muertos de ese mismo período, me puse a pensar en lo que acontecía en mi baño. Ni la pulcritud ni el hábito de limpieza del baño diario, que mamá recomendaba, llevándonos arrastrados de una oreja cuando éramos chicos, ni el “cepíllense” y “a lavarse las manos, niñitos”, eran responsables de esa conducta anómala de mamá, que continuaba llevándome más y más jabones al baño, todos diferentes. Como mi vesícula me dejaba tranquilo, aproveché los siguientes cincuenta y seis días para investigar el asunto. Lo supe cuando recordé que mamá se jubiló. Veintisiete años atrás, mamá presentó su expediente de jubilación y dijo: “con el desahucio me voy a comprar una tele”. Ahí estaba la explicación, pero no fue tan simple para mí. No, la tele no la indujo a comprar jabones sin límite. Antes, tuve que investigar los deseos más profundos y escondidos que habitaban las oscuras galerías del inconsciente de mi madre, y como ya ha olvidado muchas cosas, hube de recordarle que yo era hijo suyo. Cuando lo recordó, ya la cosa fue más fácil. Averigüé que ella compró la tele, no para ver las novelas, eso no le interesaba, sino que, ¡Adivinen! quería escuchar como era eso de los cambios de sexo. Entonces fue que empezó a llover. Pensamos que sería una lluvia fina, de esas que no mojan mucho, pero estuvimos dieciocho horas y catorce minutos mirando llover por la ventana. Eso hizo olvidar a mi madre, de nuevo, que yo era su hijo; empezó a hablarme del año mil novecientos dos, cuando ella, con su mamá, recogían semillas de quillay para utilizarlas como espumantes para lavar y yo recordé el objeto de mi investigación: los jabones. La lluvia siguió por otros nueve días con sus noches; eso me dio tiempo para seguir averiguando ¡imagínenselo! Mi-ma-dre-que-ría-que-yo-hu-bie-se-si-do-mu-jer. Nunca pudo establecer bien como era eso del cambio de sexo ni donde lo hacían. A mi me entro de nuevo la tristeza y volvieron a morirse como cuatro millones de perros en todo el mundo y mi vesícula comenzó a procesar toda la hiel de los malditos perros. Llegó a cuarenta días con sus noches el aguacero, pensé que era el diluvio. A mi se me fue pasando la tristeza y pude seguir investigando lo de los jabones. Resultó que mamá, con la edad, había aceptado que yo no fuera mujer, pero la tele vino a complicar las cosas. Un día vio una pareja, ¡lindos ellos! la mujer estaba bañándose en una tonelada de espuma y le hablaba al hombre. Mamá nunca supo si era el marido de ella. “Puedes bañarte conmigo”, lo invitaba, “si eres bien hombre porque este jabón deja la piel muy suave”, recalcaba, pasando la mano por la pierna que sacaba fuera de la espuma. “Si no eres súper hombre es peligroso”, aquí hacía una pausa coqueta, “Podría convertirte en mujer también”. Ahí empezó el drama de los jabones, porque mi mamá nunca pudo escuchar bien la marca del jabón, que nombraba la mujer, poniéndose de pie en la bañera, toda desnuda, pero cubierta de espumas, no fuera cosa que se le viera algo inconveniente para la propaganda de los jabones. Entonces, por primera vez contento, libre del pesar de la hiel de todos los perros muertos esa noche, y aunque seguía lloviendo, pude saber el misterio de los jabones: si un jabón podía convertir en mujer a un hombre no demasiado viril, la cosa era simple, tenía que hacerme bañar con ese jabón, pero como mamá nunca supo el nombre del jabón, optó por comprar todos los que veía en el supermercado; algún día me bañaría con el jabón apropiado y ¡ zaz ! yo estaría convertido en mujer y mamá sería feliz. Mientras yo investigaba el caso de los jabones, la lluvia prosiguió por otros veintidós días más y la gotera que cae en el baño se transformó en un chorro. Primero, una gota caía en el jabón de la repisa de arriba. El agua siguió cayendo en los jabones de más abajo y más abajo. El piso comenzó a acumular agua. Las gotas caían plin...plin...plin...plin...plin, hasta que una rebotó, levantó una pequeña película que aprisionó un poco de aire y se formó la primera burbuja, después fueron miles, millones. Ocuparon todo el baño y deshicieron todos los jabones y se llenó la casa entera de espuma. Eso terminó por desalojarnos. Mi mamá estaba muy triste bajo la lluvia. Ahora no podríamos saber cual era el jabón que me habría de convertir en mujer. Con mucha resignación suspiró, olvidando lo que pasaba, pero yo me prometí a mi mismo que terminando la lluvia compraría de nuevo todos los jabones. Francisco Hernández |
domingo, 27 de septiembre de 2009
Jabones
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario