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s cierto que voy a decir unas cuantas cosas de esa prenda, mas bien inútil, que acostumbran a usar los hombres varones, cuando de elegancia se trata. Aunque la elegancia, por ese lado, a alcanzado también a las mujeres -que siempre están elegantes-, aún sin usar la corbata.
Hoy, sin que hubiese necesidad, puesto que para ir al cine no es necesaria, se me ocurrió alterar las costumbres y busqué en el rincón mas oscuro del closet, -que debiera ser el lugar mas idóneo para guardarlas- una de mis corbatas. En este punto debo aclarar, que cuando digo una, me refiero a alguna de las dos que poseo: una roja con rayas oblicuas azules y otra azul con rayas oblicuas rojas.
Como es de suponer, las benditas corbatas no estaban en el rincón más oscuro, tampoco en el más iluminado, simplemente no estaban, constatación que pude hacer, al cabo de media hora sacando camisas, chaquetas, parkas, chombas, pantalones y calcetines; sin contar la ropa de ella. Ella es, como diría un jurisconsulto, -o sea los que admiten y cobran consultas de juris- mi concubina. Nótese el posesivo, sin el cual no sería mía, sino de otro.
Ella, no es mi concubina, sino una persona, con todas las cualidades -de cantidades no voy a hablar- para entenderme y soportarme lo suficiente, como para compartir nuestras incapacidades naturales de satisfacernos solos en el pedazo de tiempo y espacio que tenemos.
A propósito de espacio, después de volver a colocar toda la ropa en su lugar dentro del armario, me enteré por ella, -ya saben a quien me refiero- que por falta de espacio y debido al escaso uso que hago de las corbatas -que mala onda para mi elegancia- estas habían ido a parar al cuarto de la ropa de fuera de temporada. Con este dato, pude por fin, encontrarlas. Pero la decisión, tan firme, que tenía de usar una, se diluyó un poco y ahora me encuentro en el terrible dilema: cual de las dos elegir, si la roja o la azul.
Transcurridos dos cigarrillos y un par de cafés, y sintiendo que ella esperaba por mi, para irnos al cine, decidí rápidamente ponerme la roja, aunque con una camisa verde, pienso que la azul estaría mejor; más seria y elegante, pero la película que iríamos a ver, tampoco era tan trascendente que digamos.
Elegida la corbata, levanté el cuello de la camisa con un solo movimiento de la mano, cosa que no logro a menudo, mas la mala suerte me perseguía: no abroché el último botón, y hube de volver a colocar el cuello de la camisa en la posición normal, es decir, doblado hacia abajo.
Abotoné lentamente el cuello, no por parsimonia, sino por mi falta de destreza. Ella sentada en el borde de la cama, fumaba con tranquilidad y me miraba hacer. Terminada la operación con el botón, volví a darle un solo golpe al cuello, tratando de repetir el logro de la primera vez, pero no lo conseguí, ¡que lástima! Fueron necesarios tres movimientos sucesivos para conseguir que el cuello estuviera completamente estirado hacia arriba, condición absolutamente necesaria para colocar la corbata.
Cerré con una mano la puerta de corredera del closet, para poder usar el espejo que está en la puerta, mientras con la otra me sujetaba la corbata, puesta ya en posición de anudarla.
Comencé por cruzar las dos puntas de ella -la corbata- sobre mi pecho y elegir la medida adecuada de cada punta, de modo que cuando el nudo esté hecho, no quede desbalanceada una punta con respecto a la otra en relación al largo. Esta es una fase crucial en la operación de anudar la corbata. (En este momento pensé como harán las mujeres para hacer el nudo de la prenda, pero me abstuve de preguntarle a ella, para no perder tiempo con latas explicaciones, pensando que estábamos apurados por llegar al cine a la hora de comienzo de la función.)
Realmente no le di tanta importancia al largo de las puntas y procedí ipso facto a pasar la punta más larga, la que debe quedar delante, la que se luce con elegancia, por la parte posterior de la otra punta, la que no se luce. Con la otra mano recibí la punta desde el otro lado, y por detrás de la punta más corta. En este momento tuve una ligera vacilación: si debía darle otra vuelta, lo que permite que el nudo quede mas relleno, mas formadito, o simplemente pasarla de inmediato por encima del cruce de las dos partes y dejar el nudo mas flaco, menos elegante, pero mas presto de hacer.
En una rápida decisión, en honor a la película que íbamos a ver, la pase por detrás y por encima para sacarla por entremedio del cruce anterior, jalando la punta más ancha hacia abajo, y de un golpe, alisar y dar por terminado el nudo, ponerme la chaqueta y decir: “¡estoy listo, vamos !” Mas otra vez la rapidez de mis decisiones me llevaron a cometer un tremendo error: me quedó la etiqueta al frente (en otras épocas, era elegante lucir el marbete de las prendas de vestir, pero ahora parece que no está de moda) Tuve que deshacer el nudo y recomenzar.
Después de algunas rápidas meditaciones acerca de la conveniencia de llevar o no llevar corbata a un acto tan poco exigente, en cuanto a la elegancia, como es el cine, por fin terminé. Me tomé algunos minutos para observar el efecto de la corbata roja con rayas oblicuas azules sobre mi camisa verde. “Hummm..., no está mal”, pensé con satisfacción y cuando estuve totalmente conforme dije:
-…Quise decir:
-...
Pero no pude articular palabra, me faltaba el aire. Sentí que me apretaba mucho el nudo de la corbata en el cuello. Sentía el sofoco y alcanzaba a verme el rostro congestionado y rojo, en el espejo de la puerta de corredera del closet. Como pude aspiré una bocanada de aire, no mucho, es verdad, y entre manoteos y tirones al cuello y a la corbata, que me seguía apretando más y más veía como ella sentada plácidamente en el borde de la cama sonreía, impávida y silenciosa. La miré directamente a los ojos, y en un esfuerzo del que estoy orgulloso, por lo valeroso de el, dada la apremiante situación en que me encontraba, le espeté:
-¡Has algo con esta corbata, o no podremos ir al cine!
Lo último que alcancé a ver fue como tomando mi corbata azul, con infinita ternura, comparaba el efecto que habría hecho, si en vez de colocarme la roja, hubiese decidido ponerme esa. Todavía antes de perder la conciencia, pensé: “¡que amorosa es ella! Aún en la situación límite en que me encuentro, sigue pensando en mi elegancia.”
Francisco Hernández
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