domingo, 27 de septiembre de 2009

IREMOS AL CINE (Dan una buena película, le dije)



E
s cierto que voy a decir unas cuantas cosas de esa prenda, mas bien inútil, que acostumbran a usar los hombres varones, cuando de elegancia se trata. Aunque la elegancia, por ese lado, a alcanzado también a las mujeres  -que siempre están elegantes-, aún sin usar la corbata.
            Hoy, sin que hubiese necesidad, puesto que para ir al cine no es necesaria, se me ocurrió alterar las costumbres y busqué en el rincón mas oscuro del closet, -que debiera ser el lugar mas idóneo para guardarlas- una de mis corbatas. En este punto debo aclarar, que cuando digo una, me refiero a alguna de las dos que poseo: una roja con rayas oblicuas azules y otra azul con rayas oblicuas rojas.

            Como es de suponer, las benditas corbatas no estaban en el rincón más oscuro, tampoco en el más iluminado, simplemente no estaban, constatación que pude hacer, al cabo de media hora sacando camisas, chaquetas, parkas, chombas, pantalones y calcetines; sin contar la ropa de ella. Ella es, como diría un jurisconsulto, -o sea los que admiten y cobran consultas de juris-  mi concubina. Nótese el posesivo, sin el cual no sería mía, sino de otro.
             Ella, no es mi concubina, sino  una persona, con todas las cualidades  -de cantidades no voy a hablar- para entenderme y soportarme lo suficiente, como para compartir nuestras incapacidades naturales de satisfacernos solos en el pedazo de tiempo y espacio que tenemos.

            A propósito de espacio, después de volver a colocar toda la ropa en su lugar dentro del armario, me enteré por ella, -ya saben a quien me refiero-  que por falta de espacio y debido al escaso uso que hago de las corbatas -que mala onda para mi elegancia- estas habían ido a parar al cuarto de la ropa de fuera de temporada. Con este dato, pude por fin, encontrarlas. Pero la decisión, tan firme, que tenía de usar una, se diluyó un poco y ahora me encuentro en el terrible dilema: cual de las dos elegir, si la roja o la azul.

            Transcurridos dos cigarrillos y un par de cafés, y sintiendo que ella esperaba por mi, para irnos al cine, decidí rápidamente ponerme la roja, aunque con una camisa verde, pienso que la azul estaría mejor; más seria y elegante, pero la película que iríamos a ver, tampoco era tan trascendente que digamos.

            Elegida la corbata, levanté el cuello de la camisa con un solo movimiento de la mano, cosa que no logro a menudo, mas la mala suerte me perseguía: no abroché el último botón, y hube de volver a colocar el cuello de la camisa en la posición normal, es decir, doblado hacia abajo.
            Abotoné lentamente el  cuello, no por parsimonia, sino por mi  falta de destreza. Ella sentada en el borde de la cama, fumaba con tranquilidad y me miraba hacer. Terminada la operación con el botón, volví a darle un solo golpe al cuello, tratando de repetir el logro de la primera vez, pero no lo conseguí, ¡que lástima!  Fueron necesarios tres movimientos sucesivos para conseguir que el cuello estuviera completamente estirado hacia arriba, condición absolutamente necesaria para colocar la corbata.

            Cerré con una mano la puerta de corredera del closet, para poder usar el espejo que está en la puerta, mientras con la otra me sujetaba la corbata, puesta ya en posición de anudarla.
            Comencé por cruzar las dos puntas de ella -la corbata- sobre mi pecho y elegir la medida adecuada de cada punta, de modo que cuando el nudo esté hecho, no quede desbalanceada una punta con respecto a la otra en relación al largo. Esta es una fase crucial en la operación de anudar la corbata. (En este momento pensé como harán las mujeres para hacer el nudo de la prenda, pero me abstuve de preguntarle a ella, para no perder tiempo con latas explicaciones, pensando que estábamos apurados por llegar al cine a la hora de comienzo de la función.)
            Realmente no le di tanta importancia al largo de las puntas y procedí ipso facto a pasar la punta más larga, la que debe quedar delante, la que se luce con elegancia, por la parte posterior de la otra punta, la que no se luce. Con la otra mano recibí la punta desde el otro lado,  y por detrás de la punta más corta. En este momento tuve una ligera vacilación: si debía darle otra vuelta, lo que permite que el nudo quede mas relleno, mas formadito, o simplemente pasarla de inmediato por encima del cruce de las dos partes y dejar el nudo mas flaco, menos elegante, pero mas presto de hacer.
            En una rápida decisión, en honor a la película que íbamos a ver, la pase por detrás y por encima para sacarla por entremedio del cruce anterior, jalando la punta más ancha hacia abajo, y de un golpe, alisar  y dar por terminado el nudo, ponerme la chaqueta y decir: “¡estoy listo, vamos !”  Mas otra vez la rapidez de mis decisiones me llevaron a cometer un tremendo error: me quedó la etiqueta al frente (en otras épocas, era elegante lucir el marbete de las prendas de vestir, pero ahora parece que no está de moda) Tuve que deshacer el nudo y recomenzar.

            Después de algunas rápidas meditaciones acerca de la conveniencia de llevar o no llevar corbata a un acto tan poco exigente, en cuanto a la elegancia, como es el cine, por fin terminé. Me tomé algunos minutos para observar el efecto de la corbata roja con rayas oblicuas azules sobre mi camisa verde. “Hummm..., no está mal”, pensé con satisfacción y cuando estuve totalmente conforme dije:
            -…Quise decir:
            -...
            Pero no pude articular palabra, me faltaba el aire. Sentí que me apretaba mucho el nudo de la corbata en el cuello. Sentía el sofoco y alcanzaba a verme el rostro congestionado y rojo, en el espejo de la puerta de corredera del closet. Como pude aspiré una bocanada de aire, no mucho, es verdad, y entre manoteos y tirones al cuello y a la corbata, que me seguía apretando más y más veía como ella sentada plácidamente en el borde de la cama sonreía, impávida y silenciosa. La miré directamente a los ojos, y en un esfuerzo del que estoy orgulloso, por lo valeroso de el, dada la apremiante situación en que me encontraba, le espeté:
            -¡Has algo con esta corbata, o no podremos ir al cine!

            Lo último que alcancé a ver fue como tomando mi corbata azul, con infinita ternura, comparaba el efecto que habría hecho, si en vez de colocarme la roja, hubiese decidido ponerme esa. Todavía antes de perder la conciencia, pensé: “¡que amorosa es ella! Aún en la situación límite en que me encuentro, sigue pensando en mi elegancia.”








Francisco Hernández

VIEJO AROMO




L
a estación de ferrocarriles era el centro social del pueblo. En aquellos tiempos que no había televisión, ir a la estación, sin ningún afán viajero  -ni a despedir ni a recibir a nadie- era una entretención. Reunirse con los demás vecinos de las cercanías, intercambiar noticias, recetas de cocina,  chismes, y tener algo que comentar en las largas y oscuras noches del campo. Los niños apreciaban este paseo,  los rostros desconocidos de los viajeros del tren, el viejo aromo, la revista “El Peneca” que a veces podían comprar a los vendedores del tren, pero lo principal: todos soñaban con manejar algún día esa enorme mole humeante, toda negra con letras, tuberías y ruedas doradas y rojas, y entrar en la estación del pueblo anunciándose al son de la campana.
            De pie, con la vieja maleta de cartón puesta en el piso empedrado con huevillo. ¡Que trabajo de selección y acomodación de las piedras!  -pensó-, mientras  esperaba, sin importarle el sol, que a las tres de la tarde calentaba sin contemplaciones las piedras del suelo y todo lo que se hallara sobre el. Su rostro no daba cabida a ninguna arruga más, sin denotar la agitación que lo atravesaba por la mitad del pecho. Él no era de los que venía de paseo a la estación del ferrocarril, su vida estaba cercada por el alambre de púas de un potrero de labranza de uno de los fundos del sector. Allí había nacido y allí regresó a morir  -como los viejos animales de algunas especies- los pobres regresan al sitio de su nacimiento a dejar sus huesos, que  sigan  sustentando la tierra que luego devorará a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Pensar en volver a ver a su pequeño, aquel que solía ponerse flores de aromo en los ojos, después de tantos años, le apresuraba la vieja locomotora que zumbaba en su pecho.
            Nunca quiso asumir las miserias, las injusticias o simplemente la maldad, que los había separado. Pensar en eso no ayudaría ni a su dolor, ni al terror engendrado en el niño. Y no pensó. Decenas de años soslayando la preocupación para no acrecentar su padecimiento. Ahora sí, ahora que le habían dado la noticia de donde encontrarlo en la capital; esperaba el tren para ir al encuentro, quizás el abrazo final en su vida.
            La locomotora de vapor, toda negra de pintura y hollín, surgía retocada de un cuento de horror, tosiendo y escupiendo chispas del fogón -mítico dragón-,  que calentaba las calderas, vomitando chorros de vapor blanquecinos entre jadeos y carrasperas de vieja fiera acosada. Rechinando y con estrépito de fierros viejos se detuvo a pocos metros de la caseta, que todos llamaban “La Estación”, sombreada por un aromo, que en los comienzos del verano todos agradecían que estuviera allí. Recordó que de niño sacaba las pequeñas pelotitas amarillas, tejidas como de finísima lana, y se las colocaba en las pestañas;  entrecerrando los ojos, todo  se veía amarillo. Había pasado por la Estación del aromo en todas las estaciones del año: en invierno, cuando la lluvia se empecinaba en desprender hasta la última de las hojas y el aromo se defendía abrazándose el cuerpo desnudo con sus gruesas ramas y en verano, como hoy, amarillo de flores, adivinando el aroma de su infancia.
            De muchacho, lejos del pueblo, -cuando su padre había ido a trabajar en las minas de carbón- siguió recordando ese viejo aromo.  Ahí entró en contacto con el material que mas tarde estaría todo el tiempo usando -como fogonero- en esas viejas locomotoras. Hoy, como maquinista, -casi para jubilarse-, recordaba, sin regocijo, el viejo sueño de niño. La máquina tampoco estaba animada, resoplaba como triste, ya habían anunciado que la retirarían del servicio para reemplazarla por una locomotora diesel. El progreso los iba desplazando, pero sus vidas transcurrían fuera del tiempo, como siempre había sido.
            Como todos los días aplicó los frenos de la locomotora en el sitio señalado, eso haría que el tren se detuviera con los carros centrales, los de pasajeros de primera clase, frente a la estación, delante quedarían el carro del carbón, el de la carga y el de correos. Atrás los vagones de tercera clase, (nunca supo porque no existía segunda clase).
            Volvía a pensar en el aromo florido de la estación, la de su niñez, pero una visión fugaz, un destello de conciencia, casi como un celaje, lo hizo tirar hasta el final la palanca del freno; detuvo la locomotora a pocos metros de la Casilla Estación, no donde se suponía que debía hacerlo,  entre una vaharada de vapor, quejidos de fierros, y nubes de humo negro elevándose rectas al cielo, un  hombre con una maleta de cartón parado al sol. Debió suponer que algún día  regresaría al pueblo donde nació.
            El viejo supo como encontrar a su hijo, pero ahora que esperaba  abordar el tren, como pasajero, el que todas las tardes veía pasar desde los potreros, donde labraba las tierras para el maíz en verano o las papas en el invierno, alguien debió decirle que el maquinista era su hijo. Había regresado de cualquier parte, como peón, al fundo donde hay una estación con un viejo aromo.







Francisco Hernández

Jabones





M

ientras me duchaba lo descubrí. Algo me molestaba cada vez y no podía saber qué, pero esa mañana, di con lo extraño: Todos los días un jabón nuevo estaba en la repisa de la ducha.
            Habían pasado por ahí todas las  formas y marcas, y también,  los colores: rojos, amarillos, verdes; todos los  azules, azulillos, azulencos, azulejos, azulados, azulitos, azulosos, azuletes, azulazos, azulísimos, azulinos, azul marino, azul cielo, azul de la bandera, y muchos mas que no recuerdo.
            Una mañana, aparecieron en las repisas de mi baño  champúes, lociones para después de afeitarse y dos mil ochocientos treinta y nueve jabones. De nuevo esa sensación de algo raro, que me hormigueaba en el cerebro.
            Desperté pocos días después con los ruidos de gente trabajando. Pregunté: “¿Qué hacen?” “Vamos a instalar unas repisas” fue la respuesta. Algo raro, pensé. 
            Amanecí ese día, con la tristeza goteando en mi mañana, la hiel fría de todos los perros muertos durante toda la noche en todo el mundo, y no quise tratar de descubrir que estaba pasando.
            Treinta y ocho días después, cuando mi vesícula fue capaz de transformar la hiel de mi tristeza y la de todos los perros muertos de ese mismo período, me puse a pensar en lo que acontecía en mi baño.
            Ni la pulcritud ni el hábito de limpieza del baño diario, que mamá recomendaba, llevándonos arrastrados de una oreja cuando éramos chicos, ni el “cepíllense” y “a lavarse las manos, niñitos”, eran responsables de esa conducta anómala de mamá, que continuaba llevándome más y más jabones al baño,  todos diferentes.
            Como mi vesícula me dejaba tranquilo, aproveché los siguientes cincuenta y seis días para investigar el asunto.
             Lo supe cuando recordé que mamá se jubiló. Veintisiete años atrás, mamá presentó su expediente de jubilación y dijo: “con el desahucio me voy a comprar una tele”. Ahí estaba la explicación, pero no fue tan simple para mí. No, la tele no la indujo a comprar jabones sin límite.
            Antes, tuve que investigar los deseos más profundos y escondidos que habitaban las oscuras galerías del inconsciente de mi madre, y como ya ha olvidado muchas cosas, hube de recordarle que yo era hijo suyo. Cuando lo recordó, ya la cosa fue más fácil. Averigüé que ella compró la tele, no para ver las novelas, eso no le interesaba, sino que, ¡Adivinen! quería escuchar como era eso de los cambios de sexo. Entonces fue que empezó a llover.
            Pensamos que sería una lluvia fina, de esas que no mojan mucho, pero estuvimos dieciocho horas y catorce minutos mirando llover por la ventana. Eso hizo olvidar a mi madre, de nuevo, que yo era su hijo; empezó a hablarme del año mil novecientos dos, cuando ella, con su mamá, recogían semillas de quillay para utilizarlas como espumantes para lavar y yo recordé el objeto de mi investigación: los jabones.
            La lluvia siguió por otros nueve días con sus noches; eso me dio tiempo para seguir averiguando ¡imagínenselo!  Mi-ma-dre-que-ría-que-yo-hu-bie-se-si-do-mu-jer. Nunca pudo establecer bien como era eso del cambio de sexo ni donde lo hacían. A mi me entro de nuevo la tristeza y volvieron a morirse como cuatro millones de  perros en todo el mundo y mi vesícula comenzó a procesar toda la hiel de los malditos perros.
            Llegó a cuarenta días con sus noches el aguacero, pensé que era el diluvio. A mi se me fue pasando la tristeza y pude seguir investigando lo de los jabones. Resultó que mamá, con la edad, había  aceptado que yo no fuera mujer, pero la tele vino a complicar las cosas.
            Un día vio una pareja, ¡lindos ellos! la mujer estaba bañándose en una tonelada de espuma y le hablaba al hombre. Mamá nunca supo  si era el marido de ella. “Puedes  bañarte conmigo”, lo invitaba, “si eres bien hombre porque este jabón  deja la piel muy suave”, recalcaba, pasando la mano por la pierna que sacaba fuera de la espuma. “Si no eres súper hombre es peligroso”, aquí hacía una pausa coqueta, “Podría convertirte en mujer también”.
            Ahí empezó el drama de los jabones, porque mi mamá nunca pudo escuchar bien la marca del jabón, que nombraba la mujer, poniéndose de pie en la bañera, toda desnuda, pero cubierta de espumas, no fuera cosa que se le viera algo inconveniente para la propaganda de los jabones.
            Entonces, por primera vez contento, libre del pesar de la hiel de todos los perros muertos esa noche,  y aunque seguía lloviendo, pude saber el misterio de los jabones: si un jabón podía convertir en mujer a un hombre  no demasiado viril, la cosa era simple, tenía que hacerme bañar con ese jabón, pero como mamá nunca supo el nombre del jabón,  optó por comprar todos los que veía en el supermercado; algún día me bañaría con el jabón apropiado y ¡ zaz ! yo estaría convertido en mujer y mamá sería feliz.
            Mientras yo investigaba el caso de los jabones, la lluvia prosiguió por otros veintidós días más y la gotera que cae en el baño se transformó en un chorro. Primero, una gota caía en el jabón de la repisa de arriba. El agua siguió cayendo en los jabones de más abajo y más abajo. El piso comenzó a acumular agua. Las gotas caían plin...plin...plin...plin...plin, hasta que una rebotó, levantó una pequeña película que aprisionó un poco de aire y se formó la primera burbuja, después fueron miles, millones.  Ocuparon todo el baño y deshicieron todos los jabones y se llenó la casa entera de espuma.  Eso terminó por desalojarnos.
            Mi mamá estaba muy triste bajo la lluvia. Ahora no podríamos saber cual era el jabón que me habría de convertir en mujer. Con mucha resignación suspiró, olvidando lo que pasaba, pero yo me prometí a mi mismo que terminando la lluvia compraría de nuevo todos los jabones.



Francisco Hernández